En Jerusalén el pueblo judío ha fundado el museo conmemorativo Yad Vashem, para recordarse a sí mismo y recordar al resto del mundo los horrores del holocausto. Es imposible visitarlo y contemplar las pruebas que han recolectado sin salir de allí abrumado y aplastado. Sin embargo, al salir a la calle, se entra en una avenida poblada de árboles, conocida como la Avenida de los Justos, en la que cada árbol está dedicado a la memoria de una persona no judía, que no se mantuvo al margen, sino que arriesgó su vida para ayudar a los judíos en su desgracia.
Jamás he olvidado esa yuxtaposición del museo de holocausto con los árboles. Estas dos realidades siguen siendo para mí la imagen doble de aquellos años, la de la crueldad inconcebible y el coraje, la insensibilidad y la compasión: la capacidad humana para el mal, pero también la ratificación de la posibilidad de la nobleza humana. Y aún más que eso, esas dos imágenes imponen a todos aquellos que fueron lo suficientemente afortunados como para sobrevivir la obligación de no retroceder ante las dificultades.