Como todas las mujeres, he aprendido a desconfiar de mi cuerpo desde muy joven. A los trece años, bajo la fría luz del neón del cuarto de baño, comprendí que no valía. No era el cuerpo de las revistas, de las series de televisión, de los carteles de grandes dimensiones que veía en la calle, de las mujeres que merecían ser amadas. A partir de entonces fue necesario tenerlo controlado, ponerle límites