En el cuento, Cortázar reproduce además uno de sus apetitos que le acompañaría toda su vida: su cariño por las casas. No por las casas en su sentido arquitectónico de diseño sino (o también) como reductos vitales, experienciales. En cierta ocasión les comentó a Marcelle y Lucienne Duprat cómo le había dolido no poder visitar por última vez la casa de un amigo en Bolívar (una casa de la calle Rivadavia) de la que este se había mudado. Y es que el escritor, que había pasado buenos momentos en dicha casa, se sentía inclinado por conservar en el recuerdo la fisonomía de aquellas casas y habitaciones en las que había sido feliz y había vivido intensamente. Unas casas en las que en la evocación volvía a subir escaleras, tocar puertas y paredes, observar cuadros y muebles, respirar sus olores, redescubrir su luz. Eso es perceptible en el cuento. Hay un placer, una fruición lenta en la plasmación de esa casa que da a Rodríguez Peña en la que hay un comedor, una sala con gobelinos, una biblioteca, cinco dormitorios, un living, un baño y una cocina en la que el hermano prepara ritualmente los almuerzos mientras Irene se encarga de los platos fríos para la noche.