recorría apresurada algunas cuadras, pero era inútil. El rastro ya se había perdido.
Las desapariciones continuaron. Un día, hasta se le perdieron dos al tiempo. La pobre no entendía qué pasaba con sus cachorros. Luego se dio cuenta de que justo antes de que se le perdiera alguno, la llamaba su amo con voz sospechosamente mimosa y le ofrecía una galletica para perros; la llevaba hasta el jardín interior y después de dársela, la dejaba allí encerrada un rato.