Henry González

  • Mäfê Bėcērrąhas quotedlast year
    La mayor parte del día dormían y el resto, comían. Narda se agotaba rápidamente, pues diez boquitas llenas de filosos dientes eran demasiado para su pobre cuerpo; sin embargo, su instinto era superior al cansancio, y con admirable resignación aguantaba las jornadas de mordisquitos.
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    Tal vez, no sabían que Paco era su progenitor. Lo que en realidad les interesaba a los cachorros era morder las patas del perro y colgarse de su cola.

    Para el viejo pastor, la compañía de diez cacho­rros no era el ideal de felicidad. Sin embargo, algo en su interior le generaba gran
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    simpatía por la camada, y al verlo jugar con ellos, se pen­saría que hasta cariño sentía.

    Pasaron dos meses y los perritos ya comían solos en su plato, aunque no desaprovechaban la oportunidad de “asaltar” a Narda cuando se echaba a descansar.
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    Un buen día los cachorros comenzaron a desa­parecer. Primero fue una perrita que había nacido algo pequeña, pero tenía la carita más hermosa y fue la que aprendió primero a comer en un plato. Cuando Narda notó la desaparición, la buscó desesperadamente por toda la casa: el rastro que seguía con su agudo olfato terminaba justo en la puerta que daba a la calle. Cuando esta quedaba abierta, Narda
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    recorría apresurada algunas cuadras, pero era inútil. El rastro ya se había perdido.

    Las desapariciones continuaron. Un día, hasta se le perdieron dos al tiempo. La pobre no entendía qué pasaba con sus cachorros. Luego se dio cuenta de que justo antes de que se le perdiera alguno, la llamaba su amo con voz sospechosamente mimosa y le ofrecía una galletica para perros; la llevaba hasta el jardín interior y después de dársela, la dejaba allí encerrada un rato.
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    Como ya conocía el truco, la siguiente vez no quiso recibir la galleta, aunque la boca se le hiciera agua. Le quedaban tres perritos y no pensaba quitarles la vista de encima.
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    más de lo normal, tratando de consolarla, para ella era muy triste separarse de sus crías.

    Una vez pasada la pena inicial, Narda notó que se sentía más aliviada y su cuerpo recuperaba el vigor de antes. Ya no se sentía pesada y se veía esbelta nuevamente. La tristeza pasó, y volvió a ladrar como antes.
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    Quedaba solo un cachorro que se había apegado mucho a Narda. Desde que se fueron sus hermanos, tenía la atención de su mamá solo para él, y toda la rica leche no tenía otro dueño. Se había puesto gordo y hermoso. Sus orejas eran atentas y su pelo muy suave y esponjoso.
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    —Hola mi pastorcito —entró saludando una señora—, por fin vine por ti.

    El perrito estaba durmiendo al sol en el jardín y se entusiasmó con la voz que lo invitaba cariñosamente al juego. Le habían llevado un hueso de carnaza y una bola de hule que rebotaba tentadora.
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    Narda, que estaba bebiendo agua, se puso alerta y corrió junto a su perro. “Ahora se va él”, pensó entristecida. Pero ya había entendido cuál era el ritmo de la vida y lamió dulcemente a su cachorro, despidiéndose
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