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Chuck Wendig

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    Pero había detalles que aún desconocía, por lo que preguntó al más viejo de los guardias, que había empezado a cortarle el jersey de la prisión para colocarle los electrodos. (Ya le había afeitado la pierna esa mañana, justo antes de que Edmund Walker Reese, Eddie para esos amigos que no tenía, diese buena cuenta de su última comida: un sencillo y saludable cuenco de sopa de pollo con fideos.)
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    Sí, Eddie, tendrás mucho público. —Graves lo llamaba por su apodo aunque no fuesen amigos, en ningún sentido, pero a Edmund no le importaba—. Al parecer, hay mucha gente que quiere ver cómo te fríen
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    La crueldad cruzó la mirada de Carl Graves como una cerilla encendida. Edmund reconocía esa crueldad, y le gustaba
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    Soy especial», pensó Edmund. Sabía que era cierto, o que lo había sido en el pasado. No estaba seguro de que lo fuese ahora. En otro momento, había tenido una misión. Le habían dado vida, luz y también una misión. Un cometido sagrado, según le dijeron
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    ¿Cómo de especial? —preguntó, porque quería oírlo.
    —Esta silla. Ahumadita. La mayoría de las sillas eléctricas tienen nombre, y a muchas las llaman Chispas, pero aquí en Filadelfia las llamamos Ahumadita. Pues esta lleva en el almacén desde 1962. El último cabrón al que freímos en esta cosa fue Elmo Smith, violador y asesino. Y luego dejaron de usarla. Hemos recibido nueve órdenes de ejecución desde la de Elmo, pero las recurrieron todas y se libraron. Y ahora te toca a ti, Eddie. El diez de la suerte
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    No —se reprendió a sí mismo—. No eran chicas. Solo eran cosas. Un número. Un propósito. Un sacrificio.»
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    Número Uno con esas trenzas. La Número Dos con las uñas pintadas. La Número Tres con la marca de nacimiento justo debajo del ojo izquierdo. La Número Cuatro con el rasguño en el codo. La Número Cinco
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    Porque lo sé. Trabajo aquí en el corredor de la muerte desde hace mucho, y antes trabajaba con presos normales. Empecé cuando tenía dieciocho años. Al principio lo mantienes a raya, intentas contenerlo. Pero es como el agua de las mareas, que no deja de romper contra tu playa y se lleva un poco de tu arena cada vez que lo hace, día tras día. Te sala y te encurte como si fueses carne de cerdo. Se cuela en tus entrañas. Terminas por reconocerlo. Me refiero al mal. Sabes cómo piensa. Cómo es. Lo que quiere. —Graves se humedeció los labios—. ¿Sabes ese coto de caza tuyo? Donde atrapaste a esas chicas…
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    Solo a las chicas. Jóvenes. Cuatro muertas. Y la quinta no, porque, bueno… Tuvo suerte, ¿verdad?
    —La Número Cinco escapó —dijo Edmund, apenado.
    —Y cuando escapó, te pillaron a ti
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    Le preguntaron otra vez si quería que hubiese un capellán presente, pero él ya se había negado y volvió a hacerlo con las mismas palabras: «Tengo un maestro en esta vida, y el demonio no está aquí»
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