Cuando al cabo de un mes de travesía se distinguió, en medio de la noche, el faro de Fort-de-France, no fue la esperanza de una comida aceptable, de una cama con sábanas ni de una noche apacible lo que ensanchó el corazón de los pasajeros. Toda esta gente que hasta el momento de embarcarse había gozado de lo que los ingleses llaman graciosamente las «amenidades» de la civilización, había sufrido más que hambre, cansancio, insomnio, promiscuidad o desprecio: había sufrido suciedad forzada, agravada aún más por el calor que había hecho durante esas cuatro semanas