Pero qué alivio que tú ya no te acuerdes de nada, Fernando, también yo deseo ahora —fíjate, con lo que te lloré durante años— ese olvido tuyo que no quieres compartir conmigo. Sin embargo, me dejas Sola en esta incertidumbre infinita de no tener a nadie, en este callarse del Todo, en este silencio absoluto del Universo que da ganas de gritar. Me dejas Sola con este vacío y una inmensa maleta de recuerdos que son todos tuyos y también todos tú, que ya no estás tan aquí como en la memoria de esta vieja nostálgica, que respiras y de vez en cuando incluso abres los ojos, pero ya no me miras como antes, ya no me ves como antes, porque esa mirada terrible traspasa el cuerpo y el espíritu para fijarse en algo que hay más allá y que no puedo tocar ni ver ni sentir, y esta angustia es peor que todas las otras juntas; y es que es la angustia del saber que estás y no estás, del parpadeo del alma —que a veces estira el cuello entre tus sombras y sale a saludar tras un esbozo de sonrisa—, del verte yéndote muy lentito, a paso de tortuga, como si quisieras que te acompañara a tus tierras de vaho, pero nunca me dejaras darte la mano, tú también tan Solo. Hay cosas que no se pueden perdonar, Fernando, y el marcharse sin decir adiós está entre ellas.