“YO FUI EL PRIMERO EN CONOCER SU VERDADERO NOMbre”. Moïse se repetía estas palabras como si le confirieran algún derecho sobre el difunto, un derecho que no consentía compartir ni con las dos mujeres que lo habían amado, ni con los dos hijos que había sembrado en sus vientres: aquél que ya crecía tupido y sin padre bajo el sol; aquél que preparaba su entrada de huérfano al mundo, con los dos ojos como único bien para llorar.