Cuando Diego me besó, olvidé todos los besos que habían existido antes. Sus besos eran impacientes pero cautos. Se balanceaban al borde de perder el control, y lo imaginé pintando con el mismo fervor, desnudo de cintura para arriba y cubierto de manchas de más colores de los que el ojo humano puede percibir. Me temblaban los brazos, apenas podía respirar, pero lo acerqué a mí más que a una manta en la noche más fría.