Antes hablé de cómo descubrí que la maternidad implicaba cierto tipo muy peculiar de sometimiento. Desde luego, no es que yo estuviera dispuesta a anularme como individuo, a dejar de lado mis intereses y mi bienestar en beneficio de los de mi hijo. Más bien fue un proceso de aprendizaje de que, juntos, formamos una cierta unidad fuera de la cual el bienestar de uno de nosotros por separado carece de sentido. Y en esa unidad no estábamos solo él y yo. Frente a lo que supone la mitología de la maternidad, no se trata de un cambio excepcional y heroico, ni está motivado –como sugieren los sociobiólogos– por un cóctel de hormonas genéticamente programado. Lo que ocurre, más bien, es que la experiencia de la maternidad tiene la capacidad de reconciliarnos con la base misma de las decisiones éticas. El cuidado de un niño exige tal grado de compromiso, material, social y emocional, que ni siquiera nuestra sociedad líquida puede ocultarlo por completo. La maternidad nos acerca a la normalidad moral; es el individualismo consumista el que nos sitúa en un estado de excepción que genera dilemas atroces