Y como había perdido lo que amaba, decidió consagrarse a la sabiduría y convertirse en mago. Aunque esta decisión no lo hacía feliz, al menos le ofrecía un poco de calma. Cada noche, sentado en la terraza de su palacio, en compañía del mago Sembobitis y del eunuco Menkera, contemplaba las palmeras inmóviles en el horizonte, u observaba, bajo la claridad de la luna, cómo los cocodrilos flotaban en el Nilo como troncos de árboles.