Hoy el dolor, las esperanzas, la excitación de lo novedoso, la promesa de tanta dicha rondando las puntas de os dedos, el deambular entre gente que podía llegar a malínterpretar pero que no quería perder y por lo tanto debía hacer constantes conjeturas, el ingenio desesperado que le brindo a todo el mundo que quiero y deseo que me quiera, las separaciones que intercalo entre el mundo y yo que no son sólo una, sino una serie de capas de puertas deslizables de papel de arroz, el impulso por codificar y descodificar lo que ni siquiera estuvo jamás en código. Todo esto comenzó el verano en el que Oliver llegó a nuestra casa. Está grabado en cada canción que sonó aquel verano, en cada novela que leí durante su estancia y después, en cualquier cosa, desde el olor del romero en los días calurosos, hasta el ruido frenético de las cigarras por las tardes. Los sonidos y los olores con los que he crecido y que conozco de cada año de mi vida de repente se volvieron en mi contra y adquirieron un cariz tintado por lo ocurrido aquel verano.