Yo me estaba quemando como alguna vez se hizo cenizas ese barrio desde las uñas de los pies: los pelitos que tenía en el dedo gordo, las medias con el sello de la escuela, los zapatos de cuero cafés, la piel y los vellos largos de las pantorrillas. Las rodillas me hervían, se empezaban a desintegrar. Subían las llamas por los muslos, el espinazo y la chepa para quedarse anidada la quemazón en las caderas. Experimenté la piel que recubría mis músculos, haciéndose chicle contra el rojo encanto de fragatas, de los asientos de la bestia esa que me transportaba. Llorando de ladito en la ventana del copiloto, imaginaba al ñaño Jota pegando una rumba infernal como el incendio de Barrio Caliente en el balde de la camioneta.