Yuliana Ortiz Ruano

Yo me estaba quemando como alguna vez se hizo cenizas ese barrio desde las uñas de los pies: los pelitos que tenía en el dedo gordo, las medias con el sello de la escuela, los zapatos de cuero cafés, la piel y los vellos largos de las pantorrillas. Las rodillas me hervían, se empezaban a desintegrar. Subían las llamas por los muslos, el espinazo y la chepa para quedarse anidada la quemazón en las caderas. Experimenté la piel que recubría mis músculos, haciéndose chicle contra el rojo encanto de fragatas, de los asientos de la bestia esa que me transportaba. Llorando de ladito en la ventana del copiloto, imaginaba al ñaño Jota pegando una rumba infernal como el incendio de Barrio Caliente en el balde de la camioneta.

La mirada de una diosa negra, negrísima, sobre todas las cosas.

tensando su cara como la piel de un animal antes de ser montada a un tambor para ser golpeada para siempre, haciendo el milagro de la música.

Altísimo y rojo, con unos pantalones negros bien planchados, una camisa azul con franjas blancas en los costados y un sombrero pescador que lo hacía parecer una mezcla de señor de banco del cuello para abajo y cantante de tecnomerengue del cuello para arriba, hermoso como sandypapo.

El amor de los hombres hacia sus hijas es el más terrible, supe pronto.

esta confusión que se me mezcla como ensalada en la cabeza

El amor terrible de los hombres, el amor terrible de un padre hacia sus hijas siempre vuelve.

Es difícil imaginarse a un padre.

Así es como la pierdes, Junot DÍAZ.

Casi siempre se pega sus güisquis, pero esa vez estaba chupado como solo se chupa la gente en un velorio.

Mi ñaño Jota decía que bailar es escuchar con la cintura, mija, nada más, los pies a uno se le mueven solitos, vea.