Nunca había visto ese aspecto de mi padre, pero en el futuro lo vería en innumerables ocasiones: cada vez que cantara. Por muchas horas que hubiera trabajado en el desguace, jamás estaba tan cansado que no quisiera conducir hasta la otra punta del valle para oírme. Por muy grande que fuera su animadversión hacia socialistas como Papa Jay, nunca era tan grande para que, al oírlos alabar mi voz, le impidiera dejar a un lado su formidable batalla contra los Illuminati durante el tiempo necesario para decir: «Sí, Dios nos ha bendecido, somos muy dichosos». Era como si al oírme cantar se olvidara por un momento de que el mundo era un lugar aterrador, que podía corromperme; de que había que tenerme a buen recaudo, protegida, en casa. Quería que mi voz se oyera.