dibujada con palitos, sumamente musculosa. Meneé la cabeza. Así era Finn. Todo su guardarropa estaba lleno de cosas por el estilo.
–Qué bueno que trajiste mi auto –me pegué una sonrisa en la cara al tiempo que le quitaba las llaves de la mano.
–¿Acaso tengo la culpa de que mis padres me hayan comprado una porquería de auto que no pasó más de una semana fuera del taller desde que me lo regalaron la primavera pasada? –esbozó una gran sonrisa y las pecas salpicadas en su nariz se destacaron como lunares en una tela a la luz del atardecer.
–Bueno, claramente yo tampoco tengo la culpa.
Finn aferró su camiseta sobre el corazón.
–Lealtad, amigo. ¡Lealtad!
El sol espió por entre las nubes oscuras que cubrían el cielo, y estiré las manos mientras caminaba hacia el auto, para absorber el calor que se iba retirando. Las hojas aún estaban indecisas: la mitad