En todo caso es innegable, muchas experiencias lo indican, que las subjetividades minoritarias y los sujetos subalternizados tenemos rabia. Hay muchas razones para albergarla y manifestarla. Pero esa rabia acumulada no tiene que ser meramente destructiva, disociadora, desvinculante, como bien lo argumentó hace ya varios años Audre Lorde (1970, 1981). Más bien, me interesa mostrar cómo el enardecimiento —sin perder de vista su ambivalencia— puede emerger de ensamblajes atravesados por múltiples violencias, y dar vida a formas de cooperación y colaboración anudadas por una multiplicidad de historias que movilizan y avivan encuentros, con efectos inesperados; encuentros que transfiguran a los cuerpos y los pueden poner de otro modo en relación, empujándolos a alterar los espacios que habitan:
La rabia ha sido una constante en nuestras vidas. Desde que te despiertas hasta que te duermes de nuevo, ahí está. Son pocos los días en los que no te recorre ese sinsabor iracundo de sentirse ofendida, humillada y menospreciada. [...] Y esas situaciones generadoras de rabia pueden ser prácticamente todas: en la fami