La literatura debe ser entretenida, afirman con frecuencia los propios escritores, y el público asiente. Qué obligación más rara; no debe ser profunda, sino entretenida. El mayor pecado de la literatura, dicen también, es aburrir. Sin embargo, a mí me gustan algunos libros que a ratos me aburren y a ratos me inquietan y sobre todo que a ratos me exigen trabajo. Porque he ahí el quid: lo que entretiene no exige esfuerzo; es inocuo, anodino, puede ser gracioso e ingenioso, ocurrente e incluso inteligente, quizá, en el mejor de los casos, provocar una emoción estética, pero no debe costar trabajo. La literatura como laxante, que no haya que apretar. La literatura como soma, para que no se nos vaya a ocurrir ocupar la mente con algo desagradable o inquietante; no inquietante como un serial killer de mentirijillas, sino inquietante como algo que no nos deja seguir siendo como éramos antes de leer el libro, que nos saca de la cómoda horma en la que hemos ajustado nuestras vidas.