Pero no hay situación que se eternice. Siempre pasa algo más. Lo que sucedió entonces vino de mi cuerpo, de lo profundo, sin preparación alguna por la voluntad o la deliberación. Una arcada me sacudió el plexo. Fue algo grotesco, de caricatura. Era como si algo en mí quisiera demostrar que tenía enormes reservas de energía, listas a desencadenar en cualquier momento. De inmediato, otra, más exagerada todavía. A los muchos estratos de mi miedo se agregaba éste de ser presa de un mecanismo físico incontrolable. Papá me miró, como si volviera de muy lejos:
–Basta de farsa.
Otra arcada. Otra más. Otra. Eran una serie. Todas secas, sin vómito. Parecían las frenadas de un auto loco. Frenadas ante el abismo, pero repetidas, como si el abismo se multiplicara.