Amo el júbilo de la primavera
cuando retoñan hojas y flores,
y me inunda el regocijo de los pájaros cantores
que resuenan por el bosque;
y me deleita la visión de los prados
adornados con tiendas y pabellones;
y grande es mi felicidad
cuando los campos se llenan
de monturas y caballeros acorazados.
Y me emociono al ver a los exploradores
que obligan a hombres y mujeres a huir con sus pertenencias;
y la felicidad me invade cuando los expulsa
un enjambre de hombres armados;
y mi corazón se remonta
al contemplar el asedio de castillos poderosos
mientras sus murallas ceden y se derrumban
con las tropas agrupadas al borde del foso
y fuertes y sólidas barreras
cercan por todas partes el objetivo.
Y me alborozo asimismo
cuando un barón dirige el asalto,
montado en su caballo, armado y sin miedo,
dando fuerza a sus hombres mediante su coraje y valor.
Y así cuando empieza la batalla
hasta el último de ellos está dispuesto
a seguirlo de buen grado,
pues nadie puede ser hombre
hasta haber dado y recibido
golpe tras golpe.
En lo más reñido del combate veremos
mazas, espadas, escudos y yelmos multicolores
hendidos y aplastados,
y hordas de vasallos atacando en todas direcciones
mientras los caballos de muertos y heridos
vagan sin rumbo por el campo de batalla.
Y cuando empiece la lucha
que todo hombre bien nacido piense sólo en romper
cabezas y brazos, pues mejor estar muerto
que vivo y derrotado.
Os digo que comer, beber y dormir
me procura menos placer que oír el grito
de «¡A la carga!» en ambos bandos, y escuchar
súplicas de «¡Auxilio! ¡Socorro!», y ver cómo
los poderosos y los humildes caen juntos
sobre la hierba y en las zanjas, y contemplar cadáveres
con la punta de quebradas lanzas, adornadas de banderines,
asomando por los costados.
Barones, mejor dejad en prenda
vuestros castillos, vuestros pueblos y ciudades,
antes que renunciar a la guerra.