Patricia Segovia era una mujer alta, delgada e irremediablemente fea. Debía tener algo más de cuarenta años y con algo de asombro noté que lucía una sortija de matrimonio en su mano izquierda. A nadie le falta un cacho de fortuna, pensé mientras ella me ofrecía asiento frente a su escritorio, en el que tenía un computador, dos cuadernos de tapas verdes y un bolígrafo dorado.