Desde hacía cuarenta y tres años, o incluso más, el miedo era para el pueblo iraní un compañero asiduo, la mitad fiel de la vida. Los iraníes vivían con el gusto arenoso del miedo en la boca. Solo que, con la muerte de Mahsa Amini, había sido silenciado: se había desvanecido en pro del coraje.
Coraje para hacerle la guerra a un régimen sobre el que vomitaban. Pues se trataba de eso, de una guerra. Una guerra de desgaste, asimétrica: por un lado, estaban los que tenían las porras, los gases lacrimógenos, los escudos y las ametralladoras, los que practicaban las detenciones arbitrarias, los juicios rápidos y los ahorcamientos al alba; por el otro, los que solo tenían voz. ¿Cómo se hace la revolución cuando solo se tiene la voz?