cuando terminábamos de cenar, mientras los grandes hablaban de negocios, los más chicos nos íbamos hasta el farol de la esquina, que se llenaba de escarabajos. Alumbrados bajo ese cono de luz, con un palito, dábamos vuelta a los que caían al piso y los mirábamos patalear en el aire. Eso era todo, no necesitábamos nada más. No te preguntabas ni te cuestionabas nada. Eso era la felicidad. Solo que no lo sabías.