Iba a echarlo de menos, en efecto. ¿Sabría él hasta qué punto lo necesitaba? No sólo su presencia continua, su compañía en mis paseos y nuestras comidas, sino también (lo cual es más singular, ¿verdad?) los momentos en que nos hallábamos lejos el uno del otro. Solía invocarlo por la noche al dormirme, como hacemos con una divinidad tutelar que no nos intimida. Era mi vínculo de unión con la Naturaleza en mayúsculas, cuyo carácter salvaje e inmensidad me asustaban; gracias a él, sólo conocía su carácter lenitivo, el silencio, el reposo, las satisfacciones sin preocupación ni remordimiento, los mantos de sol siempre desplegados ante los ojos, las fuentes que descubría mientras caminaba. Siguiendo su ejemplo, me hacía estar por completo presente en…