André Glucksmann

Reconózcanlo: este conjunto de incrédulos, eternamente descontentos de los demás y de ellos mismos, vive mejor que la inmensa mayoría de los habitantes del planeta. Muchos de nuestros contemporáneos, mejor abastecidos en materia divina, nos envidian. La ausencia de Dios ha permitido esbozar una existencia volteriana en la que las libertades más diversas cohabitan, es decir, una existencia tolerante. El antieuropeísmo actual, ascendente en los cuatro rincones del continen

En la prosaica realidad, ladrones de gallinas y supuestos secuestradores de niños, cargan sobre sus espaldas con el fantasma horrible de la prostitución y la miseria sin encomendarse a Dios ni al hombre.

nómada no es sólo un desarraigado sino un desarraigador que cruza nuestros caminos llevando un desagradable espejo en el que detestamos contemplarnos. A la gente de bien, satisfecha de su integración a la sombra de una bandera o cobijada bajo las barbas de un dios, el nómada le pone delante asuntos ajenos de los que las sociedades pequeñoburguesas no quieren saber nada

Voltaire inaugura la figura del intelectualoide-derecho-humanista. En nuestra modernidad europea las dos descalificaciones no tienen

Son sus desilusiones y el rechazo a los consuelos filosóficos los que acentúan su voluntad de denunciar y después de combatir al «infame», aquí y ahora

nuestras imperfectas y criticables democracias occidentales asientan el Estado de derecho y el imperio de la ley sobre un vacío en el centro de la sociedad: la ausencia de valores supremos, lejos de desunir a los ciudadanos, los une

Europa, nuestro huerto
Interrumpiendo bruscamente la cháchara erudita de Pangloss, Cándido lanza la palabra final que no es en absoluto un fin: «Eso está muy bien dicho [...] pero tenemos que cultivar nuestro huerto». La metáfora es transparente: si la civilización europea le hace frente a los poderes tutelares, Dios, el infinito y la inmortalidad de las almas, debe negarse a sacrificarse ante cual

Renart es nuestro Moisés, nos conduce hacia una tierra sin dios, la de Cándido.

El huerto no es un paraíso, no es el mejor de los mundos posibles, pero tampoco es un infierno ni un vertedero. Es nuestro terreno de juego y nuestro campo de acción, la realidad que «cultivamos», la naturaleza que «civilizamos», la política que elaboramos. En el huerto, el destino no depende del exterior, lo ultraterreno –exista o no– ha dejado de ser la cuestión

Cándido no triunfa por ser galo, tampoco exquisi­tamente francés, todavía menos de Westfalia, ni bretón bretonista, ni turco para lo que le queda de vida. Descubrimos un ciudadano de ninguna parte, es decir, de todas, hijo de Europa con tres siglos de antelación. Vagabundo de las antípodas, no desentona en Londres, París, Berlín, Helsinki o Nápoles. Cándido o el júbilo desengañado del