Gabriela Cabezón Cámara

Toda mi vida hasta entonces había sido algo parecido a una ausencia. No era mía esa vida, tal vez esa era la causa de la lejanía en que moraba, tal vez no, no sé.

el hogar siempre nos parece pegado a la tierra, aun cuando sea un barco.

Pocas veces me había sentido tan alegre en la vida.

Para poder irse hay que hacerse otro.

nos abrazábamos, nos queríamos aún más en el hedor a muerte de las cercanías del fortín, el amor se nos consolidaba ante la percepción de la precariedad que somos, nos deseábamos en nuestras fragilidades,

esa crueldad magra: la humillación que supone cualquier verticalidad

Pura materia enloquecida de azar, eso, pensaba, es la vida. Me puse así de aforística allá en la isla, casi en pelotas, sin ninguna de mis cosas, ni siquiera una computadora, apenas algo de dinero y las tarjetas de crédito que no podía usar mientras estuviéramos en Argentina. Mis pensamientos eran cosas podridas, palos, botellas, camalotes, forros usados, pedazos de muelle, muñecas sin cabeza, la reflexión del collage de desperdicios que la marea deja amontonados cuando baja después de subir mucho. Náufraga me sentía, y creí haberme salvado de un naufragio. Ahora sé que de un naufragio no se salva nadie. Los que se hunden están muertos y los salvados viven ahogándose.

El que tenga un paraíso, que lo cuide y que lo esconda

El jote celebraba el cambio de platillo. Estaba harto de comer hombres y mujeres y niños

Blanco o indio. Rico o pobre. Podían llevar a la horca y al fuego o al trono y al tesoro. Podían cometer juntos, dos hombres, el mismo crimen. Uno de ellos terminar en la hoguera. Y el otro mejor que antes, embadurnado de baba de alabanzas. Objeto de loas y de estatuas de bronce. Coronado de oro.