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Cada campeonato arranca de vuelta en la infancia y nos recuerda que a veces es mejor envejecer en mundiales que en sexenios

porque en la tierra donde el águila se comió a la serpiente ser patriota significa honrar a los perdedores

El PRI había logrado a expensas de su férrea disciplina lo que en futbol jamás sería posible; alzar la copa cada seis años, cada vez que se le diera la gana y pasando por encima de cualquier rival.

País tan grande, pretendido gigante regional, por qué habría de buscar fogueo si en la región ya somos excelentes.

Quizá podríamos ofrecer una explicación inverosímil, y no por ello menos precisa: el futbol mexicano padece no de gigantismo sino de una desmedida adolescencia.

Si nos basamos en los números cosechados, el proceso mundialista del «3-T» de Roca fue impecable: paso perfecto por las eliminatorias de CONCACAF y renovación total del equipo. Su mayor mérito, según los periodistas de la época, fue «revitalizar un cuadro acabado y sin fuelle

La selección argentina era de los argentinos pero el torneo era propiedad del Ente Autárquico Mundial 78, comité organizador al servicio de la Junta Militar que dos años antes instauró una dictadura marcada por la represión sistemática, las desapariciones forzadas y el terrorismo de Estado. Para los militares, albergar el campeonato representaba una oportunidad inmejorable de enjuagarse la mugre y afinar su política exterior. Pero ganarlo era otra cosa: un lavado interno, propagandístico, onanista. O un capricho muy caro.

Hay algo en el suelo argentino que hace mal al jugador mexicano. No sabemos a ciencia cierta qué ni bajo qué condiciones, pero motivos sobran para sospechar que ese mismo elemento misterioso, un virus insólito, quizá, fue uno de los causantes del derrumbe mexicano en Argentina 78

La «pelota cuadrada», chiste insidioso cuyo origen puede rastrearse en los programas de Chespirito, remite desde luego a que los rivales juegan a cualquier otra cosa, tal vez a una variante primitiva y antojadiza de futbol, que presumiblemente guarda alguna semejanza con los dados (sólo así, apostando a un golpe de suerte, se podría superar a rivales mejor dotados técnicamente); pero la baladronada busca por encima de todo establecer una diferencia de nivel, un abismo cualitativo en el que, además de la capacidad técnica o el toque educado del balón, estaría en juego la minusvalía congénita del adversario, su subdesarrollo y atraso tropical, que no les da ni para pelotas rodantes; para no andarnos con rodeos, se trataba de una variedad apenas velada de racismo y clasismo.

Enseñoreados como los «colosos» de la zona, autoconvencidos de ser el «eterno rival a vencer» y presumiendo su mejor «escuela» y sus estrellas de exportación (no importa que a éstas, tarde o temprano, las persiga el fantasma nostálgico del Jamaicón), el seleccionado mexicano invierte la valencia del (mal) chiste y lo transforma en un alarde de desprecio