tenía una idea, se sentaba, agarraba lapicero y una hoja y, con calma, la narraba, dibujaba cada paisaje, describía personajes, momentos, sensaciones, todo con la naturaleza de un manantial que fluía desde su cabeza hasta sus manos. Dejaba todo su sentimiento en la hoja, la miraba sorprendido, la releía, sonreía complacido, asentía con la cabeza y giraba su silla. Se levantaba, llegaba a la chimenea, se agachaba un poco hasta sentir el calor cerca de la cara y arrojaba al fuego todo el escrito, sin miedo.