Bajo el Antiguo Régimen, el espejo era un objeto de lujo, una prerrogativa de la nobleza, pero luego la industria procedió a difundir a precios económicos la facultad de mirarse y admirarse. Como hace notar Jean Starobinski, “mirarse en el espejo es el privilegio aristocrático del individuo que sabe convertirse en actor de sí mismo”, es decir, desdoblarse, mirarse como a un otro, como a un dandy, y no perderse como Narciso en la contemplación de sí. La democratización del espejo es para Baudelaire, por lo tanto, un “verdadero sacrilegio”, a la vez un escándalo político y una herejía metafísica.