Se acercó a él para besarlo, impelida por el rencor, el egoísmo y el deseo de darle una lección: «Ya verás… Es evidente que tienes unos labios deliciosos y esta vez los voy a disfrutar, porque me apetece, y te dejaré, qué más da, me importa un bledo, allá voy…».
Lo besó tan apasionadamente que cuando se separaron parecían ebrios, estaban ensordecidos, jadeantes, temblando como si acabaran de forcejear… Ella se puso de pie delante de él, que no se había movido y seguía recostado en la poltrona, y lo desafió en voz baja:
—¿Y bien?