—No —dijo—. No quiero que te vayas. Quiero despedirme de ti sin prisas.
Apartó la tarta con cuidado y se sentó a mi lado y empezó a darme unos besos delicados, suaves, procuro no dejarme llevar al recordarlos, la dulzura de su cara y de aquellos besos recorriéndome los párpados y el cuello y las orejas, todo, y entonces yo besándolo también lo mejor que podía (antes de eso solo había besado a un chico en una cita, y para practicar a solas me besaba los brazos) y nos tumbamos en la cama y nos apretamos uno contra el otro, con suavidad, y él hizo otras cosas, nada malo, o nada que me hiciera sentir mal. Fue pr