Kate Bolick

fuera así?

¿Y si una chica creciera igual que ellos, con el matrimonio como una idea abstracta y de fu

futuro, algo sobre lo que pensar cuando sea adulta, que podría hacer o no hacer?

¿Qué pasaría?

Esto también significa que, a pesar de no ser pocas, las solteras se consideran siempre una anomalía, una aberración con respecto al orden social.

¿En qué habría estado yo pensando? Es difícil que no te guste un hombre que ve la belleza de una mujer en su espíritu, no en la perfección de su rostro.

El mayor acontecimiento de todos —un acontecimiento sutil que los dos eran demasiado simples para entender— era que los pies de Louisa se habían adentrado en un camino […] tan recto e inmutable que sólo encontraría freno en la tumba y tan estrecho que no cabía nadie más a su lado.

hombres desean la sensación de poder más que la de libertad. […] Desean a alguien dependiente de ellos más que a un camarada. Mientras puedan ser los amos y señores en un piso de treinta dólares, estarán dispuestos a ser esclavos en el mundo exterior. […

Averiguar qué sientes por otra persona es un asunto complicado. La ubicuidad de las actitudes heredadas sobre lo que hombres y mujeres querían y no querían parecía liberar a todos de la responsabilidad de examinar de verdad sus deseos y llevaba a ciertas conductas verdaderamente extrañas.

También está la opinión del marido de Neith, quien explicó en una de las concurridas tertulias literarias de la hacendada Mabel Dodge que «los hombres son las víctimas» en la guerra de los sexos, ya que, al faltarles la vitali

vitalidad de las clases obreras y de las mujeres, se ven obligados a recurrir a la infidelidad: «El problema —decía— es cómo disfrutar del caramelo sin tener que mentir».) Como explica el historiador Peter Gay en un estudio magistral sobre la época que abarca varios volúmenes, «lo que los moralistas contemporáneos dieron muy rápido en llamar “hipocresía” era realmente una forma de hacer hueco para las pasiones, ajustándose siempre a los límites de la razón».

que, conforme terminaba el siglo y arraigaba nuestra fijación por encasillar a la gente en categorías de preferencia sexual, adquirió mayor importancia). Es como si, en lugar de huir a lo grande del mito de la asexualidad femenina, en el que una mujer era un ángel o una puta, nos limitáramos a sustituir un conjunto de clasificaciones por otro, aprisionando nuestros yos emocionales en dos categorías nuevas pero igualmente rígidas: homosexual o heterosexual. Y, por supuesto, sólo una de estas categorías era aceptable.