Siempre buscaba una proporción correcta para todas las cosas. Si como tréboles hasta llegar a mi propio peso en tréboles, le gustaré al trébol, pensaba. Aunque luego no sabía si sería bueno o malo gustarle al trébol. O que si me comía entero un trozo de campo de llantén del tamaño de una cama luego me podría echar a dormir un rato mientras las vacas se echaban en la hierba a gandulear. También creía que en algún lugar llevan la cuenta de todas las veces que respiramos. Que todas nuestras respiraciones son como pequeñas cuentas de cristal ensartadas en un cordel para formar un collar. Y que cuando el collar de respiraciones es tan largo que llega desde la boca hasta el cementerio, te mueres. Como la respiración no se ve, nadie sabe lo largo que es su collar. Por eso nadie sabe cuándo se va a morir, ni él mismo ni los demás. E igualmente creía que cuando el pelo que le han ido cortando a un hombre a lo largo de su vida llenaba un saco y el saco pesa tanto como él, el hombre se muere. La cuestión era siempre cuánto vivía una persona.