La amarga y, en última instancia, frustrante experiencia que muchos hacen, sigue siendo esta:
Sí, hemos rezado. Hemos rezado. Hemos suplicado, hemos lanzado hacia el cielo palabras ardientes, de conjura. De nada sirvió. Simplemente hemos llorado como niños que saben que, al final, el guardia lleva a los extraviados de regreso a casa. Pero nadie vino a enjugarnos las lágrimas de los ojos ni a consolarnos, a nosotros. Hemos rezado. Pero no fuimos escuchados. Hemos llamado. Pero no llegó respuesta alguna. Hemos gritado, pero todo permaneció tan mudo que, al final, nos habríamos sentido ridículos con nuestro griterío si no hubiese estallado justamente a fuerza de angustia y desesperación