aventureros o padres que habían partido a vivir al otro lado del mundo. Me reinventaba según mis humores, la intensidad de la luz o los vasos de cerveza tragados, asombrada de constatar hasta qué punto un mismo individuo puede ser considerado de forma diferente según la historia en la que decida inscribirse. Me convertí en brasileña o argentina, pero también en húngara, tadjik o franco vietnamita. Como Tío Número 2, descubría que una dosis de ficción hacía más soportable la realidad.
Los cabellos de Anna están hechos para su cara.
Si los vi antes de verla en su totalidad, si de inmediato la asocié a las diosas del rock, fue porque están en armonía total con lo que ella es. La blancura de su piel, el azul claro de sus ojos, su nariz recta y protestante, su boca ligeramente disimétrica, como el trazo sobre la eñe española. Anna tiene una cara diferente y exótica. Una cara de otoño, de fuego de chimenea, de queso de corteza dura, de pan con cereales, de bosques sombríos, de niebla, de botas de lluvia, de impermeables amarillos, de pasteles de canela y de cena a las seis de la tarde