—¿Cuántos años tienes? —apartó el libro y me hizo una seña para que me acercara.
—Según mi padre, debo tener doce años.
—¿Dónde está él?
—Murió —la mentira brotó de mi boca con descaro.
—¿Y tu madre, tus hermanos?
—Ella murió de viruela hace mucho tiempo. Ahora, al morir mi padre, mis hermanos y yo nos hemos buscado cada quien su propio camino.
—¿Cuál escogiste tú?
—Vine al burgo para buscar comida.
—¿Solo a buscar comida?
—No. También me gustaría encontrar algunas respuestas. Mi madre decía que yo era capaz de aprender cosas que mis hermanos nunca entenderían.
—Veo en tus ojos inocencia y honestidad. ¿Cuál es tu nombre?
Estuve a punto de mentir otra vez, de inventar un nombre falso, pero no pude.
—Es que… no quiero decir mi nombre.
—No importa. Encontraré uno a tu medida. Veo algo más en ti. No eres como cualquiera. Cada ser es único, sí, pero tú no eres como los demás. Llegas a mí en el momento preciso. No se trata de una coincidencia. Tengo algo muy importante que preguntarte.
El corazón me latió como un tambor. ¿Acaso él estaba a punto de…?
—¿Quieres ser mi aprendiz? Tendrás lo necesario para tu manutención. Y lo más importante: podrás aprender muchas cosas. ¿En verdad te interesa el conocimiento? —entre sus dedos tomó su instrumento metálico y lo hizo girar velozmente, como si con ello indicara que mi vida también podía dar un giro.
—¡¿En verdad es usted Paracelso, el sabio que escribe tratados?! —lo dije con tanto entusiasmo que casi