Propone ir a Subway. Lo miro incrédula. ¿Esa sandwichería barata? Rafi le contó que vamos siempre. Obvio que amo las baguettes de sesenta y cuatro pulgadas con carne y provolone, pero no para esta noche. Él aprieta el botón del semáforo, se corre el pelo mojado de la frente. Pasa un auto a toda velocidad y nos salpica. En la puteada por mi tapado blanco embarrado descargo la bronca y la desilusión. ¿Dónde quieres ir entonces?, pregunta. ¿McDonald’s? Me da lo mismo, digo y me sacudo el barro. La mancha se agranda. Tengo frío. Rumbo a Subway, le ofrezco compartir el paraguas. Caminamos ciento cincuenta metros casi pegados, su mano en mi hombro para que no me resbale. Pero sigo ofuscada: por qué Subway, con lo que gana. Seguro lo gasta en otras. En fin, no es mi marido ni mi amante, me digo, sino el padre de mi hijo. Y lo único que me importa ahora es sentarme en algún lugar calefaccionado.