Aquella tarde, advirtió el entrechocar de unos remos contra la superficie del agua: avanzaba desde el oeste una barca, hija del crepúsculo. Atracó a pocos metros de la costa. De ella descendió la misteriosa joven, que mojada hasta la cintura, liviana como las estrellas que tempranamente adornaban la esfera celeste, tendió una mano que él tomó con delicadeza, y los dos subieron a la pequeña embarcación para remar durante la madrugada, siempre en silencio.