Porque su presencia en el contexto correcto es diferente. Pagamos una buena suma de dinero para contemplarla en un estadio, enseñamos a nuestros niños a defenderse utilizándola, nos sentimos orgullosos cuando, teniendo ya una mediana edad, logramos hacer un bloqueo poco elegante en un partido de baloncesto de fin de semana. Nuestras conversaciones están llenas de metáforas militares —solemos sacar toda la artillería cuando tenemos que defender una postura—. Los nombres de nuestros equipos de distintos deportes aluden inevitablemente a la violencia —Warriors, Vikings, Lions, Tigers y Bears (guerreros, vikingos, leones, tigres y osos)—. Incluso utilizamos ese lenguaje para un deporte tan cerebral como el ajedrez —«Kasparov siguió presionando con un ataque asesino. Hacia el final, Kasparov tuvo que responder ante amenazas violentas con más de lo mismo»—.[1] Construimos teologías alrededor de la violencia, elegimos a líderes que destacan en ese aspecto, y en el caso de muchísimas mujeres, se casan preferentemente con hombres que han demostrado ser campeones de la lucha entre humanos. Nos encanta cuando se trata del tipo «correcto» de agresión