Salí corriendo de la habitación, salí huyendo de aquellas cosas esparcidas que me desgarraban el corazón y me infundían un dolor mayor que cualquier otro dolor de los que había sentido hasta entonces. Salí huyendo de la casa al jardín de atrás, y allí golpeé con los puños un viejo arce lo golpeé hasta que los puños comenzaron a dolerme y la sangre a manar de muchas pequeñas heridas; entonces me tiré de bruces contra la hierba y empecé a llorar, lloré diez océanos de lágrimas, por papá, que debería estar vivo. Lloré por nosotros, que, ahora, tendríamos que seguir viviendo sin él. Y por los gemelos, que no habían llegado a tener la oportunidad de darse cuenta de lo maravilloso que era, o, mejor dicho, que había sido. Y cuando ya no me quedaron más lágrimas, y mis ojos estaban hinchados y rojos y me dolían de tanto frotármelos, escuché pasos suaves que se acercaban, los de mi madre.