Además, no estabas en condiciones de elegir entre irte o quedarte, eso quedaba al margen de toda ambigüedad, era una imposición de la ley de seguridad del estado. Tenías miedo a «rayarte» —en otras épocas de tu vida habías hecho unas cuantas locuras—, un miedo como el que le tenías, por otra parte, a la drogadicción. Aceptabas —te gustaba, diría yo— la forma en que me gustabas y les gustabas, supongo, a muchos de tus amigos y estabas sola