Hoy podríamos pensar ese momento como un doble malentendido, una especie de fractura en la transmisión, es decir, en la memoria. Ambas partes compartíamos el pecado de soberbia: nosotros, los jóvenes que habíamos protagonizado las luchas de los últimos años, nos sentíamos con “derecho” a definir qué se debía hacer y presionar en esa dirección incluso al líder histórico de un movimiento gigantesco que nos sobrepasaba con creces; Perón, con toda la fuerza de su liderazgo, pero también con sus setenta y ocho años encima, pretendía sostener su autoridad sin reconocer que era otro tiempo, que había otros desafíos y otras propuestas. Por ambas partes se interrumpía así una transmisión verdadera que habría permitido el aprendizaje de las formas de la política a la vez que su actualización y renovación. Todos salimos perdiendo.