Paul Auster, en Diario de invierno, cita a Joseph Joubert, quien dictó la sentencia «El fin de la vida es amargo» y luego, a los sesenta y un años, reelaboró su reflexión a «Hay que morir inspirando amor (si se puede)». Auster reflexiona sobre «lo difícil que resulta inspirar amor, en particular para alguien que está en la vejez, que se está sumiendo en la decrepitud y se encuentra al cuidado de otros. Si se puede. Probablemente no exista mayor logro humano que merecer amor al final, manchando el lecho de muerte con babas y orines».