Crecí en la cocina de una casa donde los hombres eran figuras de dioses ausentes, voces, tiranos cuyas leyes nos hacían dóciles. Pero para mí dios nunca fue un padre, fue una madre. O muchas. Murieron para salvar. Entre las ollas y la leña recibí la bendición del fuego, y sin embargo odié limpiar la carne y lavar las verduras. Me alejé de esas compasivas diosas y a los ausentes dije: no quiero un dios que me obligue a hincarme al imaginar su presencia. La deidad que conozco habita entre los fogones y aun si mi fe permanece intacta, ya no visito su iglesia.