Si cada cosa está en el lugar del espacio que le corresponde, igual sucede en el tiempo. Al igual que el espacio humano tiene un centro y una periferia determinados, así también el transcurso de la historia tiene un comienzo preciso: el momento en que Dios creó a la primera pareja en el Edén. Toda la historia tiene un centro: el instante en que Jesucristo salvó a la humanidad, y tendrá un fin preciso: el día glorioso en que el Hijo del Hombre regrese a la Tierra a la diestra del Padre, para juzgar a la humanidad. Todo se encuentra entre estos hitos perfectamente determinados.
La sociedad humana, de modo semejante. Es una sociedad jerarquizada en donde cada estamento ocupa su lugar. Hay una relación clara entre los siervos y los señores, los señores y sus superiores feudales, éstos y el rey, el rey y el emperador. La mejor imagen de esa sociedad sería seguramente la que aparece en esos autos sacramentales de la Edad Media, que pasaron después al Renacimiento y luego a la literatura barroca. Uno de ellos se recoge en la obra de Calderón de la Barca, El gran teatro del mundo. Encontramos en ella una variante de un tema propio de los autos sacramentales medievales. La vida humana, la sociedad, son representadas como una farsa. El autor de la trama otorgó a cada quien su papel en la comedia. Ése es Dios, naturalmente. Hay un apuntador encargado de repetir a los actores el papel que deben desempeñar: es la conciencia. Y cada quien, al entrar en escena, se viste del traje que le corresponde según el lugar que le está asignado. Entra en escena, tiene que desempeñar brevemente su papel y hace mutis. Es buen actor y será premiado por quien repartió los papeles, aquel que desempeñe exactamente la función que le corresponde