Aun cuando Jesús se hubiese llamado a sí mismo el Hijo de Dios en más ocasiones, no habría resultado evidente qué entendía por ello. En un sentido del término, no habría estado más que afirmando lo obvio. Todos los judíos eran hijos e hijas de Dios. Eso no implicaba que uno fuera un superhombre. Israel era, colectivamente, el Hijo de Dios. Jesús no pretendía proclamar su divinidad a todos sin excepción, y fue prudente que no lo hiciera. Sus milagros los realizó no para convencer a los que le rodeaban de que era Dios (es más, buena parte del tiempo lo pasa tratando de escapar más que intentando atraer a las multitudes), sino por razones bien simbólicas, bien de compasión.