Mis mujeres, las mías, vociferaban todas, tenían el cuerpo descuidado, demasiado pesado o demasiado plano, dedos rasposos, caras sin pintar o, al contrario, maquilladas como puertas, con gruesas manchas rojas en mejillas y labios. Su ciencia culinaria se reducía al conejo a la cazadora y el arroz con leche, más bien pegajoso, por cierto; no sospechaban que hubiera que limpiar el polvo a diario, habían trabajado, o seguían haciéndolo, en el campo, en la fábrica, en las tiendas abiertas de la mañana a la noche