Costica Bradatan

Sócrates, Cicerón, Séneca, los estoicos, los escépticos y los epicúreos, todos los cuales forman la columna vertebral de la tradición del arte de vivir.

«Si os la mostrara», replicó don Quijote, «¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer» (Cervantes 1981, 35; ed. esp., pp. 60-61)

Sin muerte, la vida sería algo ilimitado e informe, en última instancia insípido.

Puesto que dar sentido a algo equivale a integrarlo en un relato, la vida personal solo tiene sentido en la medida en que puede contarse.

No es más que un «caos de posibilidades, una búsqueda de relaciones y significados sin conclusión

La formación del yo tiene lugar entonces en la más completa soledad.

posible que la filosofía empiece, no por el asombro, sino por la vergüenza.

Los conversos no son diferentes de los edificios reconstruidos después de un terremoto. Por fuera irradian novedad, seguridad y esperanza. Todo en ellos habla de renovación y rejuvenecimiento. Y sin embargo, siempre acecha el temor de que oculten algo malo, un miedo nunca expresado abiertamente pero a veces sentido y susurrado a que algo de la antigua y dañada estructura pueda ceder y ponerlo todo en peligro. No queremos acercarnos demasiado a estas personas: porque no queremos recordar los terremotos, porque no creemos en las reconstrucciones o porque tenemos miedo a que, si se hunden de repente, nos sepulten los escombros.

que estas personas tienen en común, al margen de sus creencias concretas, es el convencimiento de que la filosofía está por encima de cualquier otra cosa que se practique. Sin duda supone pensar y escribir, leer y hablar, pero estas cosas no se ven como fines en sí mismos; tienen que estar al servicio del objetivo final de la filosofía, que es la autorrealización.

es solo un «tema» del que habla el filósofo, sino algo que el filósofo personifica. Esta idea califica la filosofía como un «estilo de vida» o como un «arte