Roberto Canessa

Con esa pared choqué una y otra vez, porque no terminaba de entender que había un límite que no ponía yo, sino alguien más.

nos ocurrió decir que, si muero, entrego mi cuerpo para que los demás lo usen, que será un honor para mí que, si mi corazón se detiene, mis brazos trabajen y mis piernas caminen y mis músculos actúen y formen parte del proyecto de vivir para poder decir que Roberto nunca se dio por vencido y murió luchando por sobrevivir

el miedo es una fantasía, pasale por arriba y verás que se desvanece

Aprendí armas nuevas: sanarse es la actitud de sobrevivir sin importar los golpes

Aunque jamás podría imaginar lo que vendría después: una muerte encapsulada, en pequeñas dosis, gota a gota.

A los pacientes no les importan las normas que rigen a la corporación médica porque ellos entran y salen. Las mías son las formas de la montaña, duras, implacables, afianzadas en el yunque de la naturaleza agreste en su estado más primario, que solo buscan un único resultado posible: la incesante lucha por seguir respirando

Sentía que no podía haber en la Tierra un ser más desgraciado. Pero cuando movía los músculos y percibía que todo el engranaje de mi organismo respondía a las señales que le enviaba mi cerebro, experimentaba lo contrario: no había en la Tierra un ser más afortunado, y por eso, debía ser el más agradecido

Mi Dios, en cambio, se había disociado. Estaba el Dios del llano, el de los «no», el de los diez mandamientos, el que ordenaba «no robes», «no mientas». Pero mi Dios de la montaña era diferente: era el Dios al que le expresaba que si bien sentía que la eternidad era el destino, a la vez le imploraba que me dejara permanecer un poco más en la Tierra. Era el Dios amigo, al que le pedía que me ayudara a atravesar la cordillera.

Aprendimos deprisa que los fracasos son el costo operativo del éxito.

Todos dicen: si hay vida hay esperanza; para nosotros era al revés: había vida si inventábamos la esperanza